El gimnasio como nuevo espectáculo de variedades

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Recomendación del autor: lea el artículo con calma y manteniendo en todo momento control sobre su respiración; en algunos tramos del texto puede sentirse identificado con lo retratado en él, corriendo el riesgo de ver aumentadas, de manera innecesaria, sus pulsaciones.

Lo cierto es que estos días no me he sentido con ganas de ofender a nadie. Es decir, he visto el telediario un par de veces y me ha producido los sarpullidos habituales y el rutinario bullicio en las entrañas; he leído (por encima, para no forzar el asunto) algunos periódicos y he sentido el regusto a bilis, tan familiar. Pero son todas estas sensaciones a las que uno ya está amoldado en la sociedad actual, por lo que no tendrían que provocar ningún tipo de reacción ofensiva o violenta (verbalmente hablando, por supuesto). Tampoco he fracasado más de lo acostumbrado en el ámbito personal, ni he acumulado más disgustos de los que marca la media semanal. En resumen, que no había ningún hecho o motivo concreto que encendiese mis ganas de despotricar y pulsar el teclado de mi maltrecho ordenador para repartir todas las bofetadas por escrito posibles. Y, sin embargo, voy a hacerlo. Si no por un suceso en concreto, sí por un cúmulo de ellos. 

Tengo que reconocer que he tardado en ponerme a escribir sobre esto. Alguna vez me ha rondado la mente hacerlo, pero lo he ido posponiendo; tal vez por ocuparme antes de otros asuntos. El caso es que el momento ha llegado. El momento de hablar de la fiebre del gimnasio, ese fenómeno de masas que, como se nos vaya de las manos, causará más estragos de los que uno se pueda imaginar. Ya lo está haciendo, en realidad. Y os voy a explicar por qué.

Como ya dije, este era un tema que tenía almacenado en algún rincón de mi desgraciada cabeza. El detonante que me ha permitido rescatarlo, o reactivarlo, tuvo lugar hace un par de días. Estaba yo con mi camiseta de fútbol (y del mercadillo) puesta y medianamente sudada, a punto de disponerme a hacer un par de series de algo similar a eso que llaman abdominales. Algo similar por ser un poco optimista; la verdad es que nunca se me ha dado muy bien lo de tumbarme sobre el suelo para otra cosa que no sea dormitar o jugar a ser una morsa. Lo que importa es que en la zona del gimnasio habilitada para ejercicios de este tipo, había otro espécimen más. Cuando lo vi por primera vez tuve la sensación de estar en plena Tierra Media, y sentí repentinamente la responsabilidad de arrojar el anillo en el Monte del Destino. Tenía ante mí a un maldito Uruk -Hai. Y, como podréis adivinar, me llevé un susto. Pero esa primera impresión pronto se deshizo. Pude comprobar que en realidad no era más que un ser humano de estatura y corpulencia mucho más desarrolladas (que, siendo honestos, tampoco son motivo de mérito). Eso sí, se trataba de un ser humano muy peculiar. Además de los miles de tatuajes que adornaban su cuerpo (y pocos debían de estar cubiertos, ya que lo mismo hubiese enseñado yendo ataviado con una hoja como en la que su momento utilizaron Adán y Eva), tenía alrededor de su boca una especie de bozal. "¿Estaré en el mismo gimnasio que Luis Suárez?", llegué a preguntarme, confundido. Pero no, no era eso. Aquel singular personaje llevaba una máscara como la de Bane en la película de Batman dirigida por Nolan. Para que os hagáis una idea más visual: 

                                         He aquí al primo del tonto mía que se cree que el gimnasio es un plató de cine 

Ahora llega ese momento en el que muchos dirán: "¡Eh, idiota! Esa máscara (bozal, es un bozal, zopencos) se utiliza para simular la elevación! Así que no critiques sin saber". Que sí, que esa máscara seguro que se utiliza para entrenar el fondo y la resistencia pulmonar. Claro que también se utiliza para hacer el gilipollas. Y este último caso es el que a mí me interesa. Porque, lejos de parecer muy profesional lo que el Uruk-Hai/Bane/Tonto mía hacía con esa máscara puesta, me estaba brindando un espectáculo lamentable. El tío, tras darse un par de cachetes en sus propios bíceps (necesita ayuda, hablo en serio) empezó a realizar una serie de movimientos donde lo más destacado eran los rugidos que emitía y que se colaban por los filtros del aparato convertido, definitivamente, en bozal. Si ya me cuesta a mí, un pobre iluso que sueña con quitarse un par de kilitos de encima, hacer dos o tres abdominales seguidos, imaginaos lo que supone tener a un ser extraño medio disfrazado que se mueve como un loco a un par de metros de ti y ruge como si estuvieran a punto de lanzarlo a un volcán. Pobre máscara, que debió quedar más llena de babas que si se la hubiesen calzado a un bóxer. 

Pero, en fin, bastante protagonismo le he cedido ya al pobre sujeto en cuestión. Vete tú a saber si con esos movimientos extraños y frenéticos, la tinta de los tatuajes no habrá traspasado la piel, siendo absorbida posteriormente por las neuronas. Habráse visto. Pero quiero enlazar con algo que acabo de citar. Sí, los tatuajes. Vaya por delante que a mí me gustan, aunque no me haya hecho ninguno. Me gustan si no forman el nombre de la novia de quien los porta en una tipografía choni, si no dan forma a la cara de Belén Esteban (reíros, sí; he visto algo parecido), o si no dejan ni un puñetero centímetro de piel libre. Vuelve a surgir ante esto la figura de los escandalizados: "¡Es su cuerpo! Pueden hacer con él lo que les dé la gana, como si se quieren tatuar enteros". Pues sí, no voy a ser yo quien diga lo contrario. Lo que me gustaría entender es por qué tengo yo que verlos todos y cada uno de ellos. Quiero decir, estoy al tanto de lo extendido que está el narcisismo hoy en día, qué menos. Sé que muchos de estos sujetos, al llegar a casa sudorosos tras una dura sesión en el gimnasio, se mirarán en el espejo y se susurrarán cosas como: "Eso es, fiera. Qué cachondo te estás poniendo. Un mes más y tendrás a la potranca del tatuaje de la Esteban en tus garras. Grrrr, ñam, ñam. Qué bueno que estás, jodío". A mí eso me da igual (bueno, si son vecinos míos igual no tanto...), lo que llevo peor es tener que ver, casi en desfile, a personas en camisetas de sisa escotada, con todo un arsenal de tatuajes luciendo a todo trapo. ¿Qué pasa, que hacen descuento si te apuntas con el setenta por ciento de tu cuerpo tatuado? ¿O es que levantas más peso si tienes a una serpiente de cascabel dibujada con tinta en el bíceps? No son una o dos personas las que cumplen este perfil, son un número bárbaro de ellas. Y va en aumento, como si ir al gimnasio no fuese ya moda suficiente. No. Hay que ir al gimnasio, y tatuado de pies a cabeza. De verdad, no me extrañaré el día en que me encuentre en la puerta un cartel que rece: Prohibido entrar sin tatuajes.

                  Soy Paco, y voy así al gimnasio porque aparte de quererme a mí mismo, necesito que me quieras tú

Otra cosilla a la que quiero sacarle punta antes de irme a dormir azuzado por los huevos que la gente está empezando a tirarme. Lo de "ir al gimnasio por ir". Vale que el del bozal hace más de bufón que de otra cosa, y que el de los mil tatuajes se besa el cuerpo por las noches cuando nadie lo ve. Pero ambos ejemplares hacen algo de ejercicio; con mayor o menor fortuna, salen sudorosos del gimnasio. Sin embargo, hay un clan que en su vida ha derramado una sola gota de esfuerzo en las instalaciones de un lugar así. Pueden ser esas señoras que siempre van en grupo, equipadas con todo lo que han encontrado en las estanterías del Decathlon, o ese par de colegas con medio bote de cera en el pelo y que morirían antes de dejar que el sudor aplaste su hairstyle. De ellos me pregunto si no tendrán cosas mejores en las que dilapidar el dinero. ¿No será más entretenido gastar la pasta en el casino, o invitando a Erasmus a tequilas en cualquier local nocturno? De verdad que no le encuentro sentido a ir día tras día al gimnasio para subirse a una máquina que en ningún momento se pone en marcha, de acercarse a las pesas para quedarse de parloteo con otros semejantes sin llegar a levantar una sola. Pero, una vez más, los escandalizados dirán: "¡Pues es su dinero! Como si quieren tirarlo por la ventana". Y, en esta ocasión, ya no me siento con ganas de réplica. Es más, que lo tiren por la ventana, les diría. Que yo estaré tumbado en el suelo esperando por ellos; si no haciendo abdominales, sí jugando a ser una morsa. Pero sin el ochenta por ciento de mi cuerpo tatuado, sin un bozal en la jeta, y sin la colección primavera/verano de Decathlon puesta a modo de disfraz.

Esto por no olvidarme de otros sujetos que, si sigo con vida, tendrán su protagonismo algún día

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