Un día más
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Era la primera vez que pisaba un parque de
atracciones. La primera vez, por tanto, que acompañaba a su pequeña Nerea a un
sitio así. Ella lo había descrito como un mundo fantástico; chachísimo, creía recordar que había
utilizado su hija para resumirlo, entusiasmada con la idea de volver a
visitar un lugar del que hacía casi un año que no disfrutaba.
A él nunca le habían llamado mucho la atención los
lugares así. No necesitaba rodearse de altavoces a todo volumen repitiendo
melodías nocivas para el oído, ni moverse a paso de tortuga, medio arrastrado
por las masas de gente. Griterío de niños, vocerío de padres. Esos lugares no
eran de su agrado porque suponían un sinsentido. Pero Nerea llevaba varios
fines de semana, cuando le tocaba estar con él, rogándole que la llevase. Quería
ir con su papi al parque de atracciones. Había ido varias veces ya, suficientes
para sus nueve años de vida, pero nunca con su papi. Y su madre parecía no
estar por la labor de volver a cargar con esa faena. Así que el anterior
domingo, cuando antes de despedirse la niña había empezado a gimotear, no le
había quedado otra alternativa que ceder.
Al llegar sintió por la espalda un sudor frío,
vaticinio de la tarde horrorosa que le aguardaba. El parque era enorme, y aun
así estaba infestado de gente. Mientras hacían cola en la taquilla estuvo
tentado varias veces de proponerle un plan alternativo a Nerea, pero la niña no
dejaba de agarrarle la mano con emoción y de sonreírle con ojos brillantes. Llegó
el turno y pagó las entradas. Le pareció un precio desorbitado para todas las
incomodidades que ofrecía una jornada en el parque. Había mil cosas mejores en
las que invertir una cantidad así, que en realidad no le pesaba en absoluto en
el bolsillo. Pero era cuestión de principios; tendría que hablar con Nerea para
que fuese aprendiendo, entendiendo que la vida no estaba hecha para gastar el
dinero en lugares que no merecían la pena. Se reservó esa charla para cuando
saliesen del parque; la niña seguía cogida a su mano con entusiasmo y le
costaba estarse quieta.
Su hija lo arrastró casi con delirio hasta la
entrada de una atracción cuyo cartel rezaba Vértigo.
Un nombre bastante feo, en su opinión, y muy desacertado como estrategia de
marketing. Tuvieron que hacer cola de nuevo. ¿De verdad la gente pagaba para
estar haciendo continuamente cola? Les tocó, además, aguantar los diálogos
estúpidos de un par de padres que llevaban a sus dos hijos, algo más mayores
que Nerea, a esa atracción. Quince minutos más tarde, cuando avanzaban por un
pasillo algo oscuro y con menos tránsito para montar, se sintió un poco más
aliviado. Una joven chica del personal del parque les indicó dos asientos en
uno de los diez vagones de que se componía la atracción. Nunca había montado en
algo así, ni le hacía demasiada ilusión estrenarse. Pero Nerea insistía con un
entusiasmo algo molesto. Se sentaron juntos, y a su lado le tocó otra pareja de
adolescentes. No cesaban de reír y comentar lo “flipante” que iba a ser aquel “subidón”.
Sin entenderlos, le pareció desagradable que hablasen de esa manera. No quería
que su Nerea se mezclase con ese tipo de muchachos, sabía que ir a aquel lugar
era un desacierto. Debía hablar con ella seriamente al salir, convencerla de lo
que había que hacer en realidad. Encaminar sus pasos.
La atracción arrancó, y poco a poco fue avanzando
por los raíles, traqueteando tenuemente. Algunos niños gritaban, sin motivo
alguno; era insoportable aquel sitio. Vio que el carril empezaba a elevarse
poco a poco, que abandonaban la posición horizontal. ¿Aquello era diversión? Siguieron
empinándose con lentitud, mientras los chillidos iban en aumento. Ya podía
terminarse rápido aquel innecesario suplicio. No dejaba de pensar en que había
pagado por ello. Y entonces, perdido en esos pensamientos, el descenso lo cogió
desprevenido. Una caída tan fugaz como brutal. El vagón se quedó suspendido un
segundo en el vacío, tiempo suficiente para que el pecho se le llenase de aire
y un cosquilleo nada agradable le cruzase sin titubeo el estómago. La fila de
vagones cogió una velocidad endiablada y empezó a avanzar a través de un sinfín
de curvas pronunciadas, peligrosísimas, para luego dar algunas vueltas de
campana. Casi toda la gente gritaba, era un caos. Sintió la mano de Nerea,
todavía aferrada a la suya. Aunque ahora la niña, sin interrumpir sus gritos, sonriendo con el pelo echado hacia atrás y la cara poniendo un gesto de
felicidad e impresión, parecía intentar librarse de su mano. Tragó saliva,
temiendo perder el conocimiento de un momento a otro. Algo había salido mal, la
atracción se había descontrolado y en cualquier momento llegaría el horrible
final para todos los que se habían montado en ella. Quiso abrazar a su hija,
protegerla inútilmente, pero era incapaz de despegar la espalda de su asiento.
Los ojos le lloraban, se negaban a pestañear, muy abiertos. Al final del
trayecto los esperaba la muerte. Solo confiaba en que a aquel parque le cayese
encima el peor de los castigos. Todos los responsables a la cárcel por la
enorme negligencia que habían cometido. Dos vueltas de campana más, chillidos
de adultos y niños, la muerte estaba cerca. Parecían divertidos, pero era la
impresión que causaba el sentirse tan cercano al fin. El desconcierto, el
horror y nerviosismo ante lo inevitable.
Logró cerrar los ojos casi al mismo tiempo que la
fila de vagones se ponía de nuevo en horizontal y se detenía casi en seco. Hubo
un momento breve en que el silencio total se apoderó de todo. Llegó a pensar
que estaban ya muertos. Luego comenzaron de nuevo los gritos, sonando casi como
vítores, y abrió los ojos. Estaba rígido, por la tracción del trayecto. Su hija
lo hizo salir del trance, tocándole el hombro. Él giró la cabeza hacia ella, y
soltó su mano cuando vio que estaba agarrándola con un poco de fuerza.
Bajaron de la atracción. Estaban vivos. Nerea le preguntó si le había gustado, luego le
preguntó si se encontraba bien, que estaba muy blanquito. Pero no le dio tiempo
a responder a ninguna de las preguntas porque empezó a brincar y a apretar los
dientes, diciendo que quería volver a montar de nuevo. Estaban vivos. Tras unos segundos de silencio, decidió preguntarle
a su hija lo que necesitaba saber.
-Cielo, ¿esto es siempre así?
-¿Cómo así, papi?
-Así… Quiero decir, ¿esta atracción hace siempre lo
mismo, o es que ha pasado algo raro?
-¡Siempre así! ¡Siempre así! –contestó ella, dando
brincos de alegría-. Es chachísima.
¡Y las hay todavía mejores, ya verás!
Estuvieron cuatro horas más en el parque, hasta que
anocheció y el parque indicó que cerraba sus puertas. Nerea montó en nueve
atracciones más, repitiendo en alguna de ellas. Él la animó a subirse en todo
lo que iban encontrándose en su camino, pero la esperaba siempre a la puerta de
la salida. La invitó también a una nube de algodón de tamaño extra grande, jugó
varias partidas en un puesto de tiro hasta que le consiguió uno de los peluches
más gigantescos, y paseó con ella por todo el parque. Fueron de los últimos en
abandonar el sitio. Cuando caminaban hacia el coche cogió la mano de su hija,
que le sonrió y le dio las gracias por haberla llevado al parque. Él se limitó
a besarla en la frente, varias veces. Luego le prometió que el siguiente fin de
semana volverían allí. O a donde ella quisiese ir.
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