No quería cebarme mucho hoy por estos lares teniendo en cuenta que en la última entrada fui suficientemente explícito (o eso creo) sobre lo que opino acerca del lugar que ha ocupado y le hemos dejado ocupar a la tecnología en nuestras vidas. Por eso no veo necesidad de repetirme con el tema. Pero hoy, concretamente, no quiero hablar de internet en sí y sus derivadas, sino de otro apartado de la tecnología al que considero que un tironcillo de orejas (o un hostión con la mano bien abierta, que en este blog todavía no se ha impuesto la censura) le vendría de perlas.
Hoy hablo, escribo, escupo espumarajos sobre los smarpthone. Sobre los teléfonos móviles, vaya, si dejamos descansar un rato el gilipollismo ilustrado de reinventar el nombre de las cosas y rebautizarlo con anglicismos súper mega... cool. Estoy convencido de que ya todos, a estas alturas, habéis caído en la cuenta de que los smartphone se ríen de vosotros. Se cachondean de cada uno de vosotros. Tanto los aparatos en sí como quienes están detrás de su venta, detrás de su publicidad, detrás de su creación, detrás. Siempre detrás, sin dar la cara, ya que es tradición que solo se vea al títere y quien lo maneje se resguarde entre las sombras. Si no el número perdería su encanto, claro.
Os preguntareis qué ha sido lo último que me ha pasado o qué he desayunado para poner a los smartphone en el punto de mira. Os diré que nada en particular. Simplemente, se me ha dado por recordar la primera vez que tuve un móvil propio. Fue allá por el año 2003, cuando eran una cosa algo gruesa con una pantalla minúscula y unas teclas que al pulsarlas parecían castañuelas. Cuando los politonos todavía eran un invento por llegar. Ese aparato cumplía tres funciones inamovibles: que tus padres pudiesen tenerte localizado, que pudieses jugar al Snake y que te pasases el día como un mentecato dando (y recibiendo) llamadas perdidas cortas de tus amigos y de aquellas personas a quienes querías sustraer la atención.