Ausencia con hambre
10:24
Mientras subía las escaleras hasta su cuarto piso
pensó en lo deliciosa que estaría la pizza que descansaba en la caja que llevaba en sus manos, conservando la temperatura conveniente. Hacía meses (tal
vez nueve, tal vez diez) que no se daba un capricho como aquel; una pizza bien
hecha, con la masa crujiente, trabajada por una buena mano.
Y todo por culpa de ese ideal estúpido sobre conservar la línea que él, en
realidad, no compartía. Ni había llegado a aceptar del todo en ningún momento.
Pero qué más daba eso ahora. Iba a disfrutar como nunca del manjar, sin nadie
que le recriminase nada.
Entró por la puerta sin ni siquiera echar el
cerrojo, dejando la pizza sobre la mesa de la sala y sentándose en el sofá para
dar comienzo al banquete. Tomó la primera porción sintiendo la saliva
acumularse en su boca, y dio el primer mordisco. Exquisito, delicioso. Cuánto
tiempo hacía. Masticó con gusto, disfrutando bien la mezcla de sabores. Qué bien
hecha estaba. Hubo algo que interrumpió de manera sutil el placer que estaba
experimentando, mientras ponía en funcionamiento el esófago con ese primer
bocado. Sus ojos se revolvieron fugazmente hacia el lado izquierdo de la sala,
donde había una pequeña mesa con un jarrón azulado, alrededor del cual había
desperdigados varios sobres de facturas y otras tonterías que todavía no había
tirado. No quiso volver a mirar hacia ese lado, y se concentró en la sabrosa
porción que sujetaba. Pero el siguiente bocado no tuvo el efecto del primero,
ni el siguiente, ni el sucesivo. Su mirada, terca y desobediente, se lanzaba
como un relámpago hacia el elemento decorativo, el estúpido elemento
decorativo, que se apoyaba en la mesa de la esquina izquierda. Ese jarrón, con
su tonalidad demasiado chirriante. Esas vetas casi blanquecinas distinguiéndose
del baño de azul asqueroso que cubría la figura fea y tosca del florero. Que ni
siquiera tenía flores. No servía para nada, para nada más que darle
una pincelada de vulgaridad a su piso, a su hogar. Trató de alejar los
pensamientos sobre el estúpido objeto mientras masticaba con mayor fricción y
rapidez. La pizza estaba increíblemente buena, hacía meses y meses que no
probaba una, y sin embargo el objeto de mierda de la mesa tenía que estropearle
el momento.
Comió la pizza de golpe, sin apenas pausa, ansioso ya por
terminarla de una vez. Y con el estómago algo revuelto y los dientes algo
apretados, se levantó del sofá y agarró el jarrón con fuerza. Pensó en
estamparlo contra el suelo, en verlo hecho añicos, pero no se atrevió. No
quería ver ese jarrón nunca más en su vida; pero no quería verlo destrozado
tampoco. Salió del piso y bajó apurado las escaleras. Se acercó al contenedor
más cercano y dudó unos instantes, pero lo arrojó dentro, sin mirar. Al
levantar la vista, el corazón se le apretó al creer reconocerla unos metros más
adelante, con un hombre de barba y corta estatura. Pero no era ella; el hijoputa ese era un alemán de un metro
noventa de largo, no un enclenque bajito. Pensó que le daba igual que fuese un
rubio gigantesco o que fuese un enano barbudo; pensó que le tenía que dar
igual, mientras subía las escaleras. Pensó también, intentando sonreír, en lo
jodido que lo iba a pasar el hijoputa
ese sin probar pizzas ni comidas suculentas. Y con jarrones de mierda decorando
obligatoriamente su piso.
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