Cuando le enseñaba mis cuentos a mamá, ella siempre sonreía. A mamá le
daba igual si en una historia una familia abandonaba a un perrito inocente en
una carretera muy larga y muy gris, o si alguno de los personajes que no tenía
demasiada importancia se moría. Mamá sonreía. No decía nada. Ni si le gustaba,
ni si le parecían historias feas o malas o tristes. Pero sonreía, y por esa
razón que puede parecer muy tonta yo seguía escribiendo cuentos.
Mi padre no los leía. Primero se los enseñaba a mamá, después a mi
padre. Ella sonreía y mi padre no. No es que no le gustasen mis cuentos, pero
siempre tenía muchas cosas que atender. Yo no quería molestarle, solo quería
que leyese mis historias. A veces dejaba que le entregase el folio un poco
emborronado (soy zurdo y cuando escribo con lápiz mi mano se distrae y mancha
un poco el papel), y me decía que lo leería más tarde. Pero creo que nunca lo
hizo.