Una sola palabra

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Fue muy fácil para ella mentir de esa manera. Decir las cosas no como las había sentido, sino como había decidido decirlas. Sin importarle el papel que podrían jugar para los demás. Mentira, no para los demás: para mí. Para su hijo.
Se nos instruye desde bien pequeños para vivir agarrados a una sentencia revestida de certeza inquebrantable: no hay nada más grande que el amor de una madre. Pero uno se pregunta, demasiadas veces, si ese amor lo vale, lo justifica todo. Y cuando se lo pregunta, demasiadas veces, la respuesta duele más que la sospecha, más cierta que la sentencia que con tanta inocencia hemos acunado en nuestro pecho.
No hay disculpa posible para lo que ella hizo. Para, con tanta sencillez y naturalidad (lo que a una madre siempre se le exige, lo que una madre siempre da) mentir a quien supuestamente debía proteger, cuidar, querer. Fue ella, nadie más, la que me explicó que aquella bella palabra se componía, en realidad, de otras dos.
Dos verbos de una belleza insuperable, decía entusiasta, como si estuviese compartiendo con su hijo una magia que llegaría a explicar el sentido del universo. Porque no hay nada más hermoso, decía, más agradecido, que amar. Eso repetía por las mañanas, antes de que yo encarase la ruta hacia el colegio y ella tomase un camino bien distinto. Yo hacia la claridad del día, ella hacia sus entrañas. Nada más bonito que amar, había aprendido a pensar yo, mientras ella desaprendía lo enseñado, a través de la sustancia contenida en la jeringuilla que pronto barrería sus venas.
Pero había otro verbo esperando mi llegada, a media tarde, a casa. Mi regreso al lugar caliente y de agradable olor que parecía enmascarar la verdad. Eran quizá sus ojeras, su pelo un poco más graso, su expresión cansada, el resultado de saber amar. Eso no me lo decía ella, me lo decía yo, incapaz de llegar a preguntárselo. No la privaba todo ello de querer terminar la lección, de instruirme con ese segundo verbo, a la par en hermosura que el primero. Nacer, comentaba ella, el tono algo más apagado, tieso, nacer es tan hermoso como amar. Y yo la creía, a pesar de sentir cómo el brillo de su mirada se consumía día tras día. Nacer, insistía ella una vez más, es lo que nos permite amar.
Y nunca dudé de que ella nació, como tampoco dudé de que amó. Pero cuando llegó el día en que ella no estuvo ya nunca más para explicarme que aquella hermosa palabra que tanto me fascinaba se componía en realidad de dos, supe que ella no había nacido para amarme a mí.
Lo supe, con toda la fuerza que la soledad impone. Supe que, por mucho que yo hubiese nacido para amar aquella imagen, la del sol emergiendo de sabe dios dónde (ya que ella no estaría conmigo para explicarme también eso), todo era mentira. Amar y nacer eran dos verbos, dos palabras, que nada tenían que ver. Salvo por el sufrimiento que conllevaban. Amar y nacer, como pude corroborar después, ya menos inocente, ya menos sonriente, ya solo, nunca habían llegado a fundirse. El amanecer, es verdad, nunca había sido (y nunca lo sería) la conjunción de amar y nacer.

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2 comentarios

  1. Hola! me gustó tu blog! hermosos escritos , te felicito!
    te sigo

    saludos desde http://buscandotelibro.blogspot.com.ar/
    Nos leemos, saludos !!

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    Respuestas
    1. Hola! Muchas gracias, lo mismo digo. Buen blog el que mantienes ;)
      Te sigo para no perderte la pista. Saludos!

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