Es Navidad

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Eran unas veinte, treinta a lo sumo, las personas que se concentraban en torno al personaje. No parecían sentirse incomodadas por el alarido agudo que emitían las campanillas que agitaba. Él lo hacía con ganas, como si su futuro dependiese de ello.

Se aproximó al grupo de transeúntes a ritmo de recelo, evitando parecer curioso. Quería verlo de cerca, aunque cada paso que daba lo acercaba más al estridente sonido. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para que los oídos suplicasen por salir corriendo, sintió ganas de reprender a todos los congregados. El personaje ya estaba perdido, era innecesario gastar tiempo y palabras en él. Pero, aquellas personas, ¿en qué estaban pensando?

-Disculpe -preguntó a la señora de foulard y abrigo de piel que tenía más cerca-, ¿qué hacen ustedes?

La mujer le dedicó una sonrisa que no hizo sino crispar todavía más su ánimo. Una sonrisa. ¿Qué clase de respuesta era aquella?

-Quiero decir -insistió-, este hombre está vestido con un traje desgastado de Papá Noel, que le recuerdo además que pertenece a una tradición extranjera, y agita unas campanillas que molestan a todo el vecindario. ¿No se les ocurre nada mejor que darle ánimos?

-Esta es una calle céntrica -replicó la señora, sin perder la sonrisa-, son todo comercios.

-Mire, no quisiera perder la paciencia. ¿Qué ve usted en esta lamentable escena como para detenerse, perder su tiempo y tomar parte?

Es Navidad -fue su única respuesta. Y continuó observando aquello que le interesaba.

El hombre se retiró, incapaz de soportar una palabra más.

Al llegar a casa, su nieto lo recibió con los clamores habituales y se agarró a sus piernas, mientras balbuceaba divertido una y otra vez su nombre. Cogiéndolo de la mano, lo acompañó sonriente hasta la cocina, donde la madre terminaba de colocar los cubiertos sobre la pequeña mesa.

-Papá, habías quedado en echarme una mano con la cena. Son ya las ocho y media.

-Me he retrasado, había demasiada gente en el centro.

La mujer lo miró de reojo, pero no dijo nada.

-No puedo soportarlo -musitó él.

Pero nadie replicó nada. La mujer terminó de colocar la mesa, el niño entonces reclamó sus brazos.

-No puedo soportarlo -repitió-. Es denigrante.

-Basta. No quiero escucharte más.

El niño, desde el abrazo protector, miró a uno y a otro sin entender aquel tono que tan poco le gustaba.

-Para eso es mejor que esté en casa. Mejor eso que...

-¡Basta!

El hombre se acercó a su hija, que ahora le daba la espalda. Trató de recuperar su tranquilidad, de devolverle la calma que acababa de arrebatarle. Pero ella evitó el gesto de complicidad.

-Es solo que no lo entiendo, hija. No entiendo -explicó, mirando al niño- por qué su padre tiene que hacer algo tan bochornoso para juntar cuatro monedas.

-Porque con esas monedas comemos, papá -respondió la hija, volviéndose.

-Son monedas de céntimo que deja una de cada diez personas que se detiene a verlo. ¿Por qué... por qué la gente es capaz de pararse y dar pie a una situación así? ¿Por qué no el resto del año, y sí ahora?

-No lo sé -fue la respuesta-. Es Navidad.

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