Raymond Carver, todos los cuentos

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Contiene todos los relatos incluidos en los volúmenes ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? · De qué hablamos cuando hablamos de amor · Catedral · Tres rosas amarillas · Si me necesitas, llámame. Anagrama. Barcelona, 2016. 24,90 €
 

De qué hablamos cuando hablamos de Carver. Esa podría ser una pregunta acertada que hacerse antes de abordar la obra casi completa de un autor dedicado en cuerpo, y sobre todo en alma, a la narrativa breve. Por qué Anagrama reúne en un solo volumen todas las obras que había publicado anteriormente de este escritor estadounidense podría completar el sucinto cuestionario.

Respondiendo a esta última pregunta, resulta tan gratificante como extenuante leer todos los cuentos de Carver de corrido, al menos si se enfoca como una experiencia particular y no llamada a convertirse en modus operandi con cualquier otro compendio. Leer al considerado como maestro del realismo sucio de un tirón exige, además de tiempo, esfuerzo. Y eso que sus pequeñas piezas no siempre integran un significado subrepticio; no solo juega a mostrar la punta del iceberg como acostumbraba a hacer uno de sus referentes destacados, otro ilustrado del relato como lo era Hemingway. Lo de Carver es contención en estado puro, la construcción de unos personajes y de un espacio que combatirán entre sí por no ser el objeto oprimido.

Quien se ha iniciado ya en la obra del desaparecido autor, muerto cuando seguramente tenía todavía por delante mucho que contar, sabe que en su estilo una de las máximas es “menos es más”. Sencillo de entender, si nos acogemos al género del relato. Pero Carver va varios pasos más allá, y eso (entre otras características) lo convierten en un talento único y, por tanto, irrepetible. De ahí que Anagrama haya apostado por recoger y ofrecer todos sus cuentos en su colección Compendium, donde por ahora solo tienen hueco unos pocos nombres destacados de la literatura, como Jack Kerouac, Charles Bukowski o Roald Dahl.

Rescatando la primera de las preguntas esbozadas al comienzo, hablar de Carver no se ciñe exclusivamente a hablar de realismo sucio. Poner el foco en un estilo literario sería hacerle un feo favor a una mente que se destapó como sobresaliente a la hora de definir la problemática de las relaciones sociales y familiares en una época y en un lugar que, si bien quedaban totalmente marcados en su prosa, con suma facilidad podían extenderse a muchos otros. El reflejo de la sociedad estadounidense de segunda mitad del siglo XX es de una elaboración exquisita y admirable. Más, teniendo en cuenta que su técnica apuesta por no salirse de lo conciso y directo en lo expresivo, logrando a través de esta táctica abrirnos un abanico de pensamientos retenidos en el interior de las personas, y capaces de producir sensaciones tan poderosas como el desasosiego o el desamparo.

En esta antología resulta más sencillo vislumbrar cómo Carver fue puliendo tanto su método como sus pretensiones narrativas. Puede uno darse cuenta de ciertos detalles que de otra manera podrían pasar desapercibidos. Por ejemplo, el relato El baño es, a priori, el germen de una de sus narraciones más conocidas y elogiadas, Parece una tontería. El primero arranca con la misma premisa del segundo, si bien no alcanza el mismo desarrollo y, ni mucho menos, la misma profundidad. Sin embargo, el autor intuía que de ese arranque quedaba por salir algo todavía más intenso, materia por explorar. Alrededor de ambos cuentos pululan ciertas especulaciones, como la de que El baño es producto de uno de sus editores, Gordon Lish, quien metió mano al relato original de Carver para agilizar la prosa y reducir su extensión. Podría ser cierto, ya que por supuesto poco o nada tienen que ver uno con el otro a pesar de partir del mismo punto.




A menudo citado junto a otros nombres asociados a la corriente del realismo sucio, como Tobías Wolff o Richard Ford (dos grandes artífices de la literatura contemporánea), de Raymond Carver es fundamental destacar la ausencia de explicaciones al lector. No le debe nada a este, y por tanto renuncia a masticarle la comida. Él, sencillamente, sirve sobre la mesa la comida para que contemplemos qué hay sobre el plato y valoremos qué sensación nos produce su presentación, su aroma, su sabor. Sabe, no obstante, conducir las emociones a través de sus frases concisas, convirtiendo a sus personajes en el producto final del mejor de los ebanistas. La ausencia de descripciones puede convertirse en un recurso mucho más elaborado que la utilización de las mismas. Hay una fuerza apenas visible en su escritura, apenas detectable de manera consciente, pero en permanente trabajo para dotar a cada una de sus breves historias de una intensidad que en muchas ocasiones terminar por explotar dentro del imaginario del lector, aun cuando sobre el papel parece no haber pasado nada. En Carver, la metamorfosis de un personaje puede ser precisamente la carencia del más mínimo cambio. Un retrato agudo sobre las personas que componen una sociedad, una muestra sensible de cómo somos capaces de actuar en contra de lo que nosotros mismos pensamos acerca de nuestras vidas.

Hay en sus relatos un alto porcentaje de verdad, de sabiduría, pero nunca entregada como tal. Son solo cuentos, en su forma, una forma esta tan hermética que parecen ser también solo cuentos en su fondo. Pero estamos ante un escritor que no se despega de la verdad. Incluso en la parte final de su carrera, en sus últimos relatos, puede advertirse cómo la mentalidad de Carver juega a desdibujarse un poco, a separarse de la ruta inquebrantable que hasta entonces había seguido. Un número mayor de descripciones, unos diálogos por veces más humanos (¿de qué hablamos cuando hablamos de lo humano?), pero que contienen ese carácter que distinguirá siempre a este narrador único.


Raymond Carver, todos los cuentos es la oportunidad de descubrir o redescubrir un universo literario donde el cuento se erige como una herramienta recia a la hora de ahondar sin artificios en las vicisitudes de una vida cualquiera. Una manera de contarlo todo valiéndose apenas de nada. Esa es la virtud de un escritor que hizo del relato una vía inimitable de exploración.

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