De cuando te encuentras a Bárcenas en el gimnasio

14:28

Sé que mi anterior post estuvo dedicado íntegramente a la nueva moda del gimnasio, y que por esa misma razón incluirlo en el título de esta nueva entrada puede hacer pensar que he adquirido cierta obsesión con él. Tampoco os creáis. No negaré que trato de ir unos cuantos días por semana, pero probablemente dedique mucho tiempo a hacer un trabajo de campo y de observación que me permita confeccionar textos sobre los individuos que en dicho lugar se juntan, y bastante menos a agarrar un par de pesas y ponerme a emitir rugidos.

Pero, esta vez, se trata de analizar una situación casi esperpéntica. Y es que, a pesar de lo curioso del título, no se trata de una metáfora o de un gancho artificial utilizado a modo de reclamo. No, de veras que no. De lo que estoy a punto de hablar es de lo que uno siente cuando, en efecto, se encuentra a Bárcenas en el gimnasio. 

Fue en la mañana de este domingo. No suelo frecuentar el gimnasio en días así, pero mi alergia al polen me afecta de maneras muy extrañas. Y ya que pasear en la soleada y maravillosa mañana que la jornada me brindaba no era posible sin estornudar una media de cuatro veces por minuto, decidí no quedarme en casa y resguardarme en el gimnasio. Muy lógico, en efecto. El caso es que llevaba ya unos minutos trotando en la cinta estática cuando dejé, al fin, de estornudar. Y con eso de recuperar el olfato, pero sobre todo la visión (los alérgicos estarán de acuerdo en que la borrosidad es otro de los síntomas inaguantables), caí en la cuenta de algo. De algo que estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Y es que, en una de las cintas elípticas que tenía enfrente, había un señor sudando la gota gorda cuya cara se me hacía peculiarmente familiar. Cuando caí en la cuenta de por qué aquel rostro me llamaba tanto la atención, rubriqué otro amago en la cinta estática. La señora que tenía a mi lado me miró con hostilidad, y no era para menos. Mis torpezas estaban desviando su atención del programa mañanero que la televisión de la sala de máquinas emitía en esos momentos. 

"Joder, no es posible", pensé. Y quise echarle las culpas a la alergia que embotaba mis sentidos. Porque resultaba imposible creer que, a un par de metros de mí, tenía al señor Bárcenas cabalgando una cinta elíptica a golpe de domingo. ¿Quién va a creer a bote pronto que está siendo testigo de algo así? Decidí no mirarlo demasiadas veces (soy versado en el arte del disimulo, por eso me tropecé una tercera vez en la dichosa cinta), y centré la atención en las calorías que con irritable lentitud iba quemando. Cuando me reconocí a mí mismo que había sudado ya por encima de mis posibilidades, paré el trasto y me bajé con mucho arte. La señora de al lado, que tenía la máquina puesta en el nivel 1 (y que equivale a dejarse llevar por la fuerza de una brisa matutina), respiró aliviada.

Bajé por equivocación a la sala donde la gente hace ejercicios varios. No, es broma. Bajé porque yo también, de cuando en vez, hago ejercicios varios. Variopintos, más bien. Pero eso es porque mi anatomía y coordinación no pierden la ocasión de recordarme que yo no he nacido para estas cosas; qué se le va a hacer. Así que después de un breve rato haciendo el rídiculo en esa zona, en la que un par de machos cabríos emitían ese tipo de bufidos a los que ya dediqué suficiente atención en el post anterior (aquí el enlace, panda de vagos: entrada anterior), me dirigí a la sala de pesas. Y ahí volví a encontrarme con el hombre que se había decidido a captar mi atención esa mañana.

Don Bárcenas, tumbado en un banco, levantaba con ahínco una barra. Una y otra vez, una y otra vez. La barra no tenía peso a los lados, todo sea dicho, pero el entusiasmo y concentración con que repetía la acción lo hacían parecer un hombre porfiado y dedicado. En ese momento, mi arte en el disimulo debió de sufrir un desliz (nadie es perfecto), porque Bárcenas me miró directamente a la cara. Tal vez sintáis curiosidad por saber qué clase de sensaciones transmite la mirada de un hombre tal. Quizás lo único que se os ocurra es reprobar que lo haya molestado con mi atención, ya que toda persona merece privacidad y respeto. En todo caso, os contaré: su mirada es como la de cualquier otra persona a la que no le gusta que la miren si ella no lo exige. Sin más.

Fuerte se habrá hecho respecto a otros asuntos, insisto en que la barra no tenía peso

Pero, tras ese cruce de miradas, se me ocurrió ponerme a pensar qué debía hacer a continuación. Y es que, pensé, uno no se encuentra con una persona así todos los días. Podía acercarme a él y tratar de entablar amistad, ganarme su confianza. Podría convertirme en el nuevo "pequeño Nicolás", mejorar sus números, superar sus logros. Podría convertirme en el colega íntimo del señor Bárcenas y recorrer cada plató en defensa de mi nueva alma gemela, adaptándome a toda circunstancia mediante un cheque al portador. O podía acercarme a él, en silencio, y acariciarle el cabello mientras hiciese esas logradas repeticiones con la barra sin pesos. "Dime, buen hombre -le susurraría-, ¿por qué has hecho todo lo que has hecho?" Tal vez en esa situación de improvisada intimidad, su mirada seca se convertiría en un nido de lágrimas, dando pie a una situación en la que yo ejercería de madre comprensiva acogiendo en mi regazo a un hijo con espíritu gamberro, encerrado en el corpachón de un hombre con semejanzas varias a Tony El Gordo

¿Quién es quién?

Claro que también podía acercarme y plantarle una colleja, arrebatarle la barra, ponerle dos pesas de veinte kilos a cada lado y dejársela caer de vuelta en el pecho. Podría echar mano de esa retranca que (algunos) dicen que tengo y quedarme a gusto mediante un repertorio verbal bien escogido y pronunciado con gran deleite. O, incluso, podría plantearle alguna jugarreta que lo desquiciase: hacerme pasar por un paparazzi infiltrado, por el hijo de un juez, por un policía de paisano, por un sicario. Había tantas opciones, y tan poco tiempo para decantarse por una...

Y así, entre delirios y ensoñaciones, el señor que levantaba con decisión una barra sin peso, se fue al vestuario. Yo continué merodeando por la sala, apreciando la buena apariencia de las pesas de gran tamaño, y menospreciando el mal aspecto de los bíceps deformados de los distintos entusiastas de Arnold Schwarzenegger que por allí había. Hasta que, momentos después, el señor Bárcenas salió del vestuario trajeado y con un maletín en la mano. No pude evitar reírme. Lo juro, fue espontáneo. Pero es que ni pagando hubiese esperado ver una escena tan graciosa. Un tío encerrado en la cárcel por corrupción, y ahí salía del gimnasio con la apariencia con la que todos representamos en nuestra cabeza a un mafioso. No fui el único que rió, o el único que bufó, según se vea. A mis espaldas escuché un par de ruidos y un par de frases secas. Eran dos hombres que contemplaban cómo la figura del día se marchaba. Por sus expresiones, estoy convencido de que en sus mentes se recrearon escenas de diversa índole, que no describiré por no querer interpretar erróneamente el pensamiento de terceros. Eso sí, sus gestos me sirvieron para corroborar algo. En efecto, aquel señor era Bárcenas.


Mi nuevo compi de gimnasio, esperándome en el barrio tras haber leído este post


Y vosotros, ¿qué habríais hecho de habéroslo encontrado en vuestro gimnasio, donde la cuota mensual no llega a los treinta euros al mes? Habrá quien piense que ha aprendido la lección y ha abrazado la austeridad, en señal de redención. Habrá quien recuerde la fianza que ha tenido que pagar para no pasearse en una celda. Y habrá, seguro, a quien se le ocurra algo mejor. Con ansia espero.

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