Cuando la música no amansa a las fieras

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Es cierto que en más de una ocasión, animales que en cualquier otra situación nos habrían mordido el trasero quedaron hipnotizados ante una suave melodía, o ante el sonido tan atractivo y sugerente que puede de salir de toda clase de instrumentos musicales. Desde una guitarra española bien afinada hasta un oboe con la lengüeta rota. Y esto hace que uno se diga a sí mismo: "Si es que la música... amansa a las fieras". Posiblemente sea así. Pero a mí, después de unos recientes acontecimientos, me dio por pensar que a lo mejor son las fieras y solo ellas las que saben apreciar la música. Y que aquellos que, por el hecho de poder hablar, llaman a otros seres vivos animales, tal vez sean los que no sepan apreciar lo que la música es y lo que la música hace.

Recurro a esto para poneros blandos; lo necesitaré más adelante

Claro que, para entrar en materia, hay que ser claros y matizar levemente qué entiende uno por música. Porque el concepto, de buenas a primeras, es muy vasto. No estoy tratando de deslizarme hacia unas críticas desgarradoras contra el reggaeton, el house o cualquier estilo que un tipo refinado (o que se las da de refinado) escoge como víctima a despedazar. De verdad que no. Cada uno con lo que le guste o con lo que le haga sentir algo. Pero vayamos a ese sentir, y a la manera de hacerlo.

He tenido la suerte de vivir un par de grandes eventos musicales; hoy en día, tildarlos de conciertos se puede quedar incluso corto. Son espectáculos, porque son muchas las características que los componen y los erigen en una experiencia casi mística. Pirotecnia, set de luces de colores no aptos para epilépticos, shows de danzarines, puestas en escena propias del cine... Todo, eso sí, para aupar al elemento estrella: la música. Aunque cada vez es más frecuente encontrarse con artículos de críticos musicales 'especializados' que basan su opinión en lo bien o mal que estuvo la parte más festiva del asunto. Como decía, he estado en grandes conciertos, de grupos internacionales como Muse (ay, Señor, devuélveme a tiempos más felices) o de otros de talla nacional que no dejan entrada sin vender, como el caso de Vetusta Morla. Vaya por delante que son dos grupos que admiro y que, llegada la hora del concierto, idolatro. La cuestión es que, en esos conciertos donde una multitud se reúne para corear y aplaudir a sus referentes musicales, he visto de todo. Por lo general, bueno. Y con "de todo" me refiero a la manera de vivir ese pacto tácito y especial firmado en silencio con los músicos, para pasar una velada inolvidable donde el idioma común es la música. Sí, la música, porque no nos olvidemos de que es la musa, la que realmente cuenta. Por eso cada persona vive la experiencia a su manera. Hay los que cierran los ojos, dejándose mecer por las melodías; los que no pueden evitar seguir el ritmo con palmas, los que se contonean; los que se conocen de pe a pa todas las letras de las canciones (incluso de aquellas que el grupo pueda estrenar en exclusiva); los que van en pareja y miran a su media naranja (o pera, o maracuyá) a los ojos con una sonrisa bobalicona propia de un enamoramiento juvenil y poco duradero. Pero son todas emociones reales, sentidas en ese instante único. Unas y otras surgen del acto de estar escuchando música en vivo, de estar disfrutando de lo que una agrupación de artistas ha sabido construir mediante siete notas, con sus consecuentes alteraciones, acordes, armonías, ritmos y bla bla bla (no es el momento de acogerse al tecnicismo, lo sé).

Pero lo que he vivido hace una semana me ha dado que pensar. Porque he sentido miedo, miedo y otras cosas que espero que queden bien camufladas bajo mi pordiosera mordacidad. Todo ocurrió en Ibiza, durante un viaje maravilloso que espero volver a repetir algún día (si para ello tengo que pasar de nuevo por la situación que abordaré a continuación, sabed que firmo el contrato ya). Hay maneras de disfrutar Ibiza, pero no me voy a poner a explicaros una de las más conocidas (o, más bien, una de las versiones más extendidas). La de la fiesta desenfrenada y las grandes discotecas. Como buen amante de la fiesta, no tanto ya de las discotecas, no pude resistirme sin embargo a la ocasión de visitar una de las mega-discotecas por excelencia. No diré el nombre; no porque lo que pueda escribir resulte ofensivo o negativo hacia la misma, en absoluto (de hecho, es un lugar bien bonito). Pero es que me gusta jugar con la magia y prefiero que seáis vosotros los que reconstruyáis en vuestra imaginación todo esto, a vuestra manera. 

Pues bien, después de acceder a tal discoteca con el ánimo a tope (sin haber pagado los setenta euracos de entrada), las cosas pintaron bastos. Había allí una cantidad ingente de gente. Sí, en los conciertos en directo, por ejemplo, la gente también se agolpa de lo lindo. No es en eso en lo que me quiero centrar, así que dejad que continúe. Era casi imposible desplazarse entre aquella multitud, teniendo en cuenta que lo que quería era ver las instalaciones de tan afamado lugar. Pero, con paciencia y haciendo acopio de aire en los pulmones, el paseo turístico quedó completado. Y entonces llegó el apocalipsis. El Acabose. Aquella noche pinchaba en el lugar Steve Aoki, a quien yo conocía por ver vídeos en youtube cayéndose o haciendo el ridículo en un par de actuaciones, y a quien el común de los mortales conoce por ser uno de los dj's internacionales del momento (espero que "del momento" sea lo más literal que nunca). Por tanto, podría decirse que me encontraba en mitad de una actuación en vivo, de esas donde la música es la estrella. Como persona de mentalidad abierta (y de cabeza abierta a punto estuve), traté de integrarme con aquella gente que esperaba con ansia viva que la playlist de su ídolo comenzase a sonar.  Y en cuanto esto se hizo realidad, se mascó la tragedia. Lo que yo vi allí, en pleno trabajo de campo, no es equiparable a lo que había vivido en actuaciones como las mencionadas más arriba. "El horror, el horror" que diría Kurtz.

La masa de gente, compuesta en un 80% por guiris (adorables británicos, os quiero, pero posiblemente escriba una entrada donde os dé tantos latigazos como los que escribiría Mel Gibson para la versión extendida de 'La pasión de Cristo'), empezó el espectáculo. Los brazos arriba, con las manos sosteniendo sin excepción una copa de alcohol, el cuello tieso como el de un toro para poder hacer esos movimientos de cabeza tan mecánicos, tan desprovistos de humanidad. El gesto en la cara de superioridad, de indefectible muestra de "esta mierda es buena, tronco", con el ceño fruncido, tal cual un matemático haciendo su examen final. Así era el vivo (o muerto, ahora llegaremos a eso) retrato de la gente agolpada ante el dj del momento. Y mientras, la música sonando. Una música que vive a costa de los decibelios. El bajo de los temas reventaba tímpanos y también neuronas (aunque esto último no se sepa). Y una misma base estructural acompañaba cada nuevo tema. Seguro que sabéis cuál, ¿verdad? Los golpes de ritmo crecen, crecen, se redoblan, para terminar en una sensación de vacío durante un segundo y luego soltar toda la tralla. Todas, TODAS, las canciones así. 

La Nueva Ola haciendo cola para la próxima descarga de música a todo trapo

¿Se estaba degustando entonces la música? Sinceramente, no lo creo. Lo que yo veía no eran expresiones de deleite, de placer o de alegría. Tuve la sensación de encontrarme en pleno apogeo zombie. Masas dominadas ni siquiera por el ritmo ragatanga, sino por una ausencia total de sentido, por un vacío poco confortable. Y es que la cuestión es esa. Cada uno puede vivir y experimentar las cosas del modo que prefiera, de la manera en que las sienta. Pero aquello era una representación total de un regenerado horror vacui. Y yo me sentí mal. Me sentí desubicado, frío, incómodo, molesto, enfadado. Porque todo parecía artificial, una mala farsa. Un acto burdo, triste, de quienes no se molestan en vivir sensaciones reales. Solo en seguir patrones. Patrones banales y repetitivos, para que el rebaño no sufra ningún imprevisto que lo puedo hacer disfrutar de algo vivo. Por eso creo que, hoy en día, hay cierta música que no amansa a las fieras. Y, lo peor de todo, es que las fieras ya no son las fieras. 
Así pretendían bailar, si bien de esta imagen se desprende más humanidad

Bailad como queráis, bailad lo que queráis. Corear, sonreíros, divertiros. Pero hacedlo de verdad. Sin necesidad de contar las copas que uno lleva encima para empezar a encontrarle algún sentido a todo esto, ni la urgencia de descubrir quién es el que pasa en la fiesta o celebración de turno. Como si la música, la real, no fuese capaz de brindar a quienes quieran todas las emociones que existen y estén por existir. No convirtáis en sentencia verídica una frase hecha como "todo tiempo pasado fue mejor".

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