¿Tiene sentido hacerse preguntas?

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Si hay algo fascinante, misterioso, mágico a la par que inquietante, que el ser humano pueda registrar en esos centímetros que ocupa el cerebro dentro del cráneo, es la capacidad de hacerse preguntas. Eso sí que es un fenómeno sin igual, por encima de todo lo demás. Las preguntas. ¿Qué son las preguntas en realidad? Es increíble, para intentar comprenderlas tienes que recurrir a ellas. ¿Cómo puedes lograr entender algo acerca de las mismas si las utilizas en medio del proceso? Otra vez, ¿lo véis? Y otra. Cada vez que los signos de interrogación hacen acto de aparición, las preguntas comen terreno. Ganan la batalla, la guerra. Porque ni siquiera las respuestas pueden hacerles frente. Ya ha quedado demostrado un sinfín de veces: hay demasiadas preguntas que el ser humano no puede responder. Confiamos en llegar al día, al momento en que eso sea posible, pero sabemos que estamos lejos. Y lo que es más, sabemos (aunque no seamos capaces de reconocerlo todavía) que ese instante de saber absoluto nunca llegará.

¿Para qué están las preguntas, entonces? ¿Qué función cumplen? Cumplir, cumplen muchas. Tienen un valor incalculable. No son como las palomas, las gaviotas, que no sirven para nada. Ni para equilibrar el ecosistema, ni para hacer hostias en vinagre con ellas. Están ahí para cagarse en nosotros (literalmente) y para que acto seguido nosotros nos caguemos en ellas (simbólicamente). No, las preguntas cumplen un número tal vez ilimitado de cometidos, pero eso está lejos de significar que sepamos para qué demonios sirven. Por qué oculto motivo nos dificultan la vida. Porque eso hacen, cargarnos de obstáculos, de tropiezos. Las preguntas cuentan con un poder inimaginable y con una gran facilidad para hacer aliados. Pactan con la duda, con la desconfianza, con el desconocimiento, con la inquietud, con la incertidumbre. Negocian con quien les convenga según el momento. Y arrasan. Si de verdad lo desean, arrasan con todo.


Yo soy una persona que no para de hacerse preguntas, un esclavo del interrogante. Otra cosa es que exteriorice o comparta cada una de aquellas que por veces agitan mi cabeza, que por veces me mantienen en vela hasta una hora imprudente. Pero es verdad. Hay demasiadas preguntas que hacerse. Porque las preguntas están por todos lados.

Lo que acostumbramos a hacer es tratar de no pensar en ellas. Echarles por encima una capa de invisibilidad que hemos pedida prestada a Harry Potter, bloquearlas con un muro más alto que el que vigila John Snow (Nieve, para los que se atragantan con el inglés). Pero no desaparecen, no las vencemos. Porque no podemos (si Rajoy estuviese leyendo este blog, la resonancia de esta frase le mojaría el slip; lástima que no sepa leer). Nunca vamos a estar por encima de las preguntas. Siempre serán más grandes que nosotros, más temibles, con dientes más grandes y afilados con los que triturarnos. Claro que también hay preguntas que sienta bien hacerse, a las que da gusto encontrar la respuesta requerida, la que encaje como la última pieza de un puzzle por armar. Pero es porque ellas tienen el mando, ellas deciden si lo que toca hoy es sufrir o respirar aliviado, si cerrar sus dedos vigorosos alrededor de nuestros cuellos o cedernos la sensación de ser felices de manera temporal.

Toda esta reflexión la ha provocado un hecho cotidiano, rutinario. El de hacer la compra en el supermercado. La avalancha llegó al coger un bote de café y fijarse (fijarse equivale a mirar, ver sabiendo que ves, al contrario de lo que suele pasar cuando realizamos cosas de manera casi automática o de memoria) en la procedencia de su contenido. De todos es sabido que el café, si viene de Colombia, seguramente sea bueno. Lo sabemos porque tenemos que saberlo, nada más. Pero ese pensamiento condujo a una mirada al interior del carro de la compra. A las manzanas que había en el fondo, recogidas en una bolsa de plástico transparente, al paquete de arroz, a las botellas de agua... ¿De qué manantial procedía ese agua? ¿ Quiénes y cómo hacen las pruebas de salubridad a nuestro adorado líquido elemento? ¿Quiénes y cómo envasan el arroz? ¿Cobran bien, les gusta su trabajo, tenían otras aspiraciones, alguno de ellos a lo largo de la historia empezó de joven en una fábrica de estas y luego brilló en otro campo? ¿Qué personas manosearon antes que yo el bote de café que he escogido? ¿Sería alguna de ellas la chica del súper que tanto me gusta? ¿Sería otra chica que no es la chica del súper que, de haber conocido a fondo, hubiese resultado ser una imbécil? ¿Sería esa otra chica la mujer de mi vida, aquella de la que no me terminaría divorciando al contrario de como haré con la que finalmente decida llevar al altar? ¿Ha comprado alguna vez en ese supermercado una de las muchas personas que admiro; un actor, un músico, un escritor que ahora o antes vivía por esta zona? ¿Y si hubiese comprado en viernes en vez de en sábado, habría tropezado con alguien que me hubiese cambiado la vida? ¿Con alguien a quien se la hubiese cambiado yo?

                         Así quedó el supermercado tras el torbellino de preguntas

Puedo aseguraros que pensé en esto y en muchas cosas más, difíciles de poner por escrito sin que antes cerréis la página y me mandéis a freír espárragos a otro continente bien lejano. Pero no son más que preguntas, podría deciros yo. Preguntas inofensivas, o sin sentido. Porque cuando no podemos comprender algo bien, ponemos el intermitente y cogemos el desvío hacia "Eso no tiene sentido", o la vía rápida hacia "No son más que estupideces". Y las preguntas, mientras tanto, juegan a su antojo con nuestras vidas. Pensemos en ello o no.

Por eso, uno llega al momento de preguntarse si tiene sentido hacerse preguntas. Por convencionalismo, por historia, sí que lo tiene. Según qué preguntas. Es lícito y comprensible preguntarse por qué salimos de casa a las diez en punto si sabemos que la sesión de cine empieza a las y cuarto y desde nuestra casa a la sala hay una caminata de veinte minutos. Es de raritos, sin embargo, preguntarse qué habría pasado si en vez de coger el tren de las dos nos hubiésemos subido al de las cuatro. Y a tomar por culo las casualidades (otras señoritas que mucho tienen que ver con las preguntas; más de lo que llegaremos a entender nunca), que también nos sacan de quicio. Pero, ¿y si hay algo más detrás de todo esto? Pues nos fastidiamos y apechugamos, porque lo único que conseguimos es formularnos más preguntas. Y de verdad que podría extenderme más, formar un torbellino de cuestiones que, casi a diario, me dejan medio tonto, medio triste, medio inquieto, medio pensativo. Siempre medio, porque pertenecer a una sociedad significa no llevar nunca del todo la contraria. Así que suelo dejar esas preguntas para la noche, cuando no molesto a nadie con ellas, y me roban con facilidad minutos y horas de descanso. Pero hay tanto, tanto sobre lo que preguntarse...

Haciendo un ejercicio de sinceridad que no me apetece aprobar con mucha nota, he de decir que la proximidad de mi cumpleaños tiene que ver con el contenido de esta entrada. No con el aluvión de interrogantes en mitad del pasillo del supermercado, pero sí con la iniciativa de plasmar esto por escrito donde cualquiera (incluso Rajoy, si alguien le lee en voz alta) puede asomar la nariz. Cumplir años es un lastre, porque las preguntas crecen a un ritmo mayor que las respuestas. Y sus aliados habituales cogen más fuerza. Yo, en realidad, no necesito obtener una respuesta a cada pregunta que mi enjuto cerebro acoja. Me conformaría con tener a alguien que se sentase a mi lado y me dijese: "No, yo no tengo la respuesta a todas esas cosas que te planteas. Pero suelo hacerme las mismas preguntas".



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