La culpa fue del Candy Crush

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(Léase el título a ritmo de Gabinete Caligari, no empecéis jodiendo ya desde el principio)

A estas alturas ya todos sabemos quién es Celia Villalobos. Y se lo debemos todo a un videojuego. Seguramente, esta será la espada a esgrimir por muchos gamers a la hora de explicar por qué pasarse horas ante una consola, tablet o pantalla jugando online merece tanto la pena. Alguno incluso declarará que para vicepresidir el Congreso de los Diputados es necesario un mínimo de nivel en esta materia. En todo caso gracias, Candy Crush; gracias por enseñarnos cómo funciona la política actual.

Lo curioso de esto que muchos tildan de anécdota (porque... ¿no es acaso anecdótico que una persona que cobra unos cien mil euritos de al año dedique sus horas de trabajo a jugar?), es el ilimitado interés creado al respecto de... en qué nivel estará compitiendo la buena señora, ex alcaldesa de Málaga. Porque todo el mundo conocía este adictivo juego; no tanto a la política en cuestión. Y de nuevo tenemos que reverenciar al Candy Crush por haber puesto también en primera plana ese evento, ya no sé si festivo, recreativo o teatral que han dado en llamar Debate del Estado de la Nación. Porque sí, esta anécdota ha sido lo más destacado del asunto.


He querido hablar sobre ello porque, curiosamente o no, en mi vida he jugado al pasatiempo electrónico de marras. Nunca. Ni una sola vez. Por supuesto, sabía de su existencia, porque a diario me llegan tropecientas mil solicitudes, ruegos y plegarias de amigos en Facebook (habría que reformar el término amistad antes que la propia Constitución) que necesitan con extrema urgencia una vida para el adorable juego. La verdad, no sé para qué se necesita una vida en el Candy Crush. Imagino que para continuar viviendo, si uno se rige por el mismo proceder que cuando alguien te para por la calle y te pregunta "Oye, perdona, ¿me prestas una vida?", o cuando los de Hacienda se personan en tu domicilio, tocan dócilmente con sus nudillos en tu puerta y te dicen "Mira, que te vamos a quitar hasta la vida". Pero lo ocurrido en el Congreso ha llamado mucho mi atención, eso tengo que reconocerlo. No por el hecho de que una persona con cargo político esté dándose el gusto mientras preside un acto que luego se nos quiere vender como vital. Vital en cuanto a Candy Crush se refiere, querrán decir, ya que hablamos de vidas. Lo que tanto me ha atraído es que la dependencia por un videojuego llegue a tales extremos como el de jugarse el puesto, la carrera, el respeto y, por qué no, la dignidad. 


Esto da que pensar. ¿Por qué habría de jugar la gente en sus horas de trabajo? Quizá porque odian lo que tienen que hacer día tras día de manera mecanizada para llegar a fin de mes. Tal vez porque los horarios laborales son casi tan largos como la Historia de Michael Ende y la gente apenas tiene tiempo libre para dedicarle al juego (porque, además, muchas veces hay que atender otros asuntos aborrecibles como la pareja, la familia, el perro...). O pudiera ser que, en realidad, pase porque nos da todo un poco igual. Que el jefe esté anunciando que ha notado un bajón en el rendimiento de la plantilla a tan solo dos metros de nosotros, no nos impide pulsar una pantalla mientras tratamos de alcanzar el siguiente nivel y coronarnos. Perdón, me he pasado a la primera persona del plural sin ningún tipo de licencia. Porque yo no trabajo, y es de mal gusto que me incluya entre el colectivo que cuenta con esa honorable virtud de hacer dos cosas a la vez: estar en su puesto de trabajo y jugar al Candy Crush.

Ahora que lo pienso, puede que mi falta de oportunidades laborales tenga algo que ver con el hecho de que nunca haya jugado a este juego. De que ni siquiera tenga claro cuál es su procedimiento. Seguro que es más complejo que un cubo de Rubik, porque somos gente de gran capacidad y no nos conformaríamos con lo primero que Facebook nos pone en el anzuelo. Y, claro, probablemente ese sea mi principal punto flaco, el hándicap en mi currículum. No he incluido que sé jugar al Candy Crush. Seré osado... Por lo menos podría haber mentido y asegurar que una vez (o dos, o tres; cuatro no que es tirarse de la moto) llegué al nivel 186. Total, lo que importa es contar que uno sabe jugar, ya luego a la hora de la verdad no importa tanto el que sea cierto o no, si total se trata de jugar sin que la gente se dé cuenta de que lo estás haciendo...

De todas maneras, como soy una persona de mente cerrada y culo también, no voy a hacer 'clic' con el cursor sobre la cabecera del juego. No, no voy a hacerlo. Dejaré que lo hagan los millones de personas que lo han descubierto antes que yo, aquellos que han sabido apreciarlo desde un primer momento. No quiero ser el último en subirme al carro. Aunque eso conlleve seguir sin trabajo. Puede que llegue el día en que la señora que presida el Petate del Estado de la Nación pase, con disimulo, las páginas de un libro. Como si es de E.L. James (hey, Erika Leonard, desde estas líneas te traslado una reflexión: ¿no te gustaría más la pintura?). Lo que importa es que, si ese utópico momento llega, voy a salivar como los perros de Paulov cada vez que me transfieran la nómina.

No os molesto más, podéis seguir jugando al Candy Crush. Pero sabed que él es quien tiene la culpa de todo lo bueno y todo lo malo. Candy Crush es Dios. 


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