No es fácil escribir una reseña, entablar una conversación, o hacer un apunte sencillo sobre esta película. No es fácil por el riesgo a experimentar dolor si uno se implica más de lo debido. Y eso que la última imagen con que la película funde a negro invita a sonreír, o al menos a eso parece querer incitarnos su protagonista. Boyhood no entusiasmará a quienes encuentren en el cine un pasatiempo ocasional. Porque Boyhood duele. Hace reír también, pero no es en absoluto una comedia. Tampoco es un drama sugerente para las personas de lágrima fácil. Es, seguramente, la manera más fiel de representar la vida sirviéndose del cine como medio.

Zambullirse en la sala para comprobar qué nos deparará la experiencia es arriesgado. Insisto, quien busque pasar el rato (reír con ganas, disfrutar de un arsenal de sobresaltos, o descubrir con el corazón encogido que la madre de familia es la asesina en serie) es probable que abandone la butaca soltando pestes. No es una película culta o complicada, ni siquiera tiene un tono filosófico que trate de darnos una lección vital. Duele, deslumbra, y hechiza precisamente por su naturalidad, su sencillez. La sencillez de la vida misma que, como bien sabemos cada uno de nosotros por experiencia propia, es engañosa.

Boyhood comenzó a llamar la atención por lo innovador de la propuesta. Un proyecto rodado a lo largo de doce años; el seguimiento de la infancia, adolescencia e inicio de la madurez en la vida de un chico. Ver crecer en pantalla a Mason (Ellan Coltrane) se hace tan extraño como familiar. Extraño porque no estamos acostumbrados a enfrentar algo así en una película (no de modo natural, sin echar mano de maquillaje o recursos visuales artificiales). Familiar porque lo que estamos viviendo es el reflejo de una vida. El paso del tiempo. La rapidez con que vivimos todas esas experiencias que nos marcan, la rapidez con que quedan atrás, con que otras llegan.

No hay un detonante reconocible, no tenemos una trama que nos mantenga con la respiración entrecortada hasta llegar al desenlace. Es, vuelvo a decirlo, el reflejo más fidedigno de una vida a través del cine. Eso es lo que la convierte en algo original y fascinante. Resulta interesante, además, pensar en cómo habrán llevado todo a cabo. Cómo habrá evolucionado el guión durante el proceso, incorporando la nueva información, el impacto de grandes hechos sociales, las nuevas costumbres... Ese diálogo alrededor de la vida impersonal que vivimos a través de facebook, whatsapp y demás falsos amigos que, cuando la película se empezó a rodar, se podía empezar a olfatear pero en absoluto comprender; la importancia de votar a Obama y repeler a McCain. No solo para los espectadores es una experiencia novedosa, lo ha tenido que ser también para todos y cada uno de los involucrados en el proyecto. 

Las actuaciones, por lo general, también duelen. El papel de la madre (Patricia Arquette) nos hace reprenderla por sus errores, pero respetarla por su fortaleza y su voluntad a la hora de tratar de salir adelante. Pero la reflexión a la que llega cuando su hijo se marcha de casa... Lo he advertido, se dicen y representan situaciones duras con mucha naturalidad. Y, por su similitud con la vida real, queman. En cuanto al papel del padre (Ethan Hawke) tal vez sea el más artificial, o el más difícil de creer si pensamos en una familia de carne y hueso al uso. Aun así, se agradece mucho tanto su presencia como su carácter, para oxigenar ciertas atmósferas dramáticas.

La película de Linklater es una de las favoritas para alzarse con el Óscar. Ya lo ha hecho con el Globo de Oro, y todas las críticas recogidas hacen pensar en que se erigirá de nuevo en triunfadora nocturna. Tiene mérito, teniendo en cuenta que se aleja de las estructuras convencionales de guión, que arriesga mucho. Un trabajo de doce años (solo 39 días de rodaje, como contraste) que ha obtenido lo que buscaba: representar algo que todavía no habíamos podido experimentar en un cine. Enfrentarse a la vida misma, y al engañoso y fugaz paso del tiempo.

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Valoración: 8