Un día más

4:54

Era la primera vez que pisaba un parque de atracciones. La primera vez, por tanto, que acompañaba a su pequeña Nerea a un sitio así. Ella lo había descrito como un mundo fantástico; chachísimo, creía recordar que había utilizado su hija para resumirlo, entusiasmada con la idea de volver a visitar un lugar del que hacía casi un año que no disfrutaba.

A él nunca le habían llamado mucho la atención los lugares así. No necesitaba rodearse de altavoces a todo volumen repitiendo melodías nocivas para el oído, ni moverse a paso de tortuga, medio arrastrado por las masas de gente. Griterío de niños, vocerío de padres. Esos lugares no eran de su agrado porque suponían un sinsentido. Pero Nerea llevaba varios fines de semana, cuando le tocaba estar con él, rogándole que la llevase. Quería ir con su papi al parque de atracciones. Había ido varias veces ya, suficientes para sus nueve años de vida, pero nunca con su papi. Y su madre parecía no estar por la labor de volver a cargar con esa faena. Así que el anterior domingo, cuando antes de despedirse la niña había empezado a gimotear, no le había quedado otra alternativa que ceder.

Al llegar sintió por la espalda un sudor frío, vaticinio de la tarde horrorosa que le aguardaba. El parque era enorme, y aun así estaba infestado de gente. Mientras hacían cola en la taquilla estuvo tentado varias veces de proponerle un plan alternativo a Nerea, pero la niña no dejaba de agarrarle la mano con emoción y de sonreírle con ojos brillantes. Llegó el turno y pagó las entradas. Le pareció un precio desorbitado para todas las incomodidades que ofrecía una jornada en el parque. Había mil cosas mejores en las que invertir una cantidad así, que en realidad no le pesaba en absoluto en el bolsillo. Pero era cuestión de principios; tendría que hablar con Nerea para que fuese aprendiendo, entendiendo que la vida no estaba hecha para gastar el dinero en lugares que no merecían la pena. Se reservó esa charla para cuando saliesen del parque; la niña seguía cogida a su mano con entusiasmo y le costaba estarse quieta.

Su hija lo arrastró casi con delirio hasta la entrada de una atracción cuyo cartel rezaba Vértigo. Un nombre bastante feo, en su opinión, y muy desacertado como estrategia de marketing. Tuvieron que hacer cola de nuevo. ¿De verdad la gente pagaba para estar haciendo continuamente cola? Les tocó, además, aguantar los diálogos estúpidos de un par de padres que llevaban a sus dos hijos, algo más mayores que Nerea, a esa atracción. Quince minutos más tarde, cuando avanzaban por un pasillo algo oscuro y con menos tránsito para montar, se sintió un poco más aliviado. Una joven chica del personal del parque les indicó dos asientos en uno de los diez vagones de que se componía la atracción. Nunca había montado en algo así, ni le hacía demasiada ilusión estrenarse. Pero Nerea insistía con un entusiasmo algo molesto. Se sentaron juntos, y a su lado le tocó otra pareja de adolescentes. No cesaban de reír y comentar lo “flipante” que iba a ser aquel “subidón”. Sin entenderlos, le pareció desagradable que hablasen de esa manera. No quería que su Nerea se mezclase con ese tipo de muchachos, sabía que ir a aquel lugar era un desacierto. Debía hablar con ella seriamente al salir, convencerla de lo que había que hacer en realidad. Encaminar sus pasos.

La atracción arrancó, y poco a poco fue avanzando por los raíles, traqueteando tenuemente. Algunos niños gritaban, sin motivo alguno; era insoportable aquel sitio. Vio que el carril empezaba a elevarse poco a poco, que abandonaban la posición horizontal. ¿Aquello era diversión? Siguieron empinándose con lentitud, mientras los chillidos iban en aumento. Ya podía terminarse rápido aquel innecesario suplicio. No dejaba de pensar en que había pagado por ello. Y entonces, perdido en esos pensamientos, el descenso lo cogió desprevenido. Una caída tan fugaz como brutal. El vagón se quedó suspendido un segundo en el vacío, tiempo suficiente para que el pecho se le llenase de aire y un cosquilleo nada agradable le cruzase sin titubeo el estómago. La fila de vagones cogió una velocidad endiablada y empezó a avanzar a través de un sinfín de curvas pronunciadas, peligrosísimas, para luego dar algunas vueltas de campana. Casi toda la gente gritaba, era un caos. Sintió la mano de Nerea, todavía aferrada a la suya. Aunque ahora la niña, sin interrumpir sus gritos, sonriendo con el pelo echado hacia atrás y la cara poniendo un gesto de felicidad e impresión, parecía intentar librarse de su mano. Tragó saliva, temiendo perder el conocimiento de un momento a otro. Algo había salido mal, la atracción se había descontrolado y en cualquier momento llegaría el horrible final para todos los que se habían montado en ella. Quiso abrazar a su hija, protegerla inútilmente, pero era incapaz de despegar la espalda de su asiento. Los ojos le lloraban, se negaban a pestañear, muy abiertos. Al final del trayecto los esperaba la muerte. Solo confiaba en que a aquel parque le cayese encima el peor de los castigos. Todos los responsables a la cárcel por la enorme negligencia que habían cometido. Dos vueltas de campana más, chillidos de adultos y niños, la muerte estaba cerca. Parecían divertidos, pero era la impresión que causaba el sentirse tan cercano al fin. El desconcierto, el horror y nerviosismo ante lo inevitable.

Logró cerrar los ojos casi al mismo tiempo que la fila de vagones se ponía de nuevo en horizontal y se detenía casi en seco. Hubo un momento breve en que el silencio total se apoderó de todo. Llegó a pensar que estaban ya muertos. Luego comenzaron de nuevo los gritos, sonando casi como vítores, y abrió los ojos. Estaba rígido, por la tracción del trayecto. Su hija lo hizo salir del trance, tocándole el hombro. Él giró la cabeza hacia ella, y soltó su mano cuando vio que estaba agarrándola con un poco de fuerza.

Bajaron de la atracción. Estaban vivos. Nerea le preguntó si le había gustado, luego le preguntó si se encontraba bien, que estaba muy blanquito. Pero no le dio tiempo a responder a ninguna de las preguntas porque empezó a brincar y a apretar los dientes, diciendo que quería volver a montar de nuevo. Estaban vivos. Tras unos segundos de silencio, decidió preguntarle a su hija lo que necesitaba saber.

-Cielo, ¿esto es siempre así?
-¿Cómo así, papi?
-Así… Quiero decir, ¿esta atracción hace siempre lo mismo, o es que ha pasado algo raro?
-¡Siempre así! ¡Siempre así! –contestó ella, dando brincos de alegría-. Es chachísima. ¡Y las hay todavía mejores, ya verás!


Estuvieron cuatro horas más en el parque, hasta que anocheció y el parque indicó que cerraba sus puertas. Nerea montó en nueve atracciones más, repitiendo en alguna de ellas. Él la animó a subirse en todo lo que iban encontrándose en su camino, pero la esperaba siempre a la puerta de la salida. La invitó también a una nube de algodón de tamaño extra grande, jugó varias partidas en un puesto de tiro hasta que le consiguió uno de los peluches más gigantescos, y paseó con ella por todo el parque. Fueron de los últimos en abandonar el sitio. Cuando caminaban hacia el coche cogió la mano de su hija, que le sonrió y le dio las gracias por haberla llevado al parque. Él se limitó a besarla en la frente, varias veces. Luego le prometió que el siguiente fin de semana volverían allí. O a donde ella quisiese ir. 

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